miércoles, 29 de marzo de 2017

"El contenedor rojo" . Las buenas personas reciclan. Cuento e ilustraciones.


                                                                     Maqueta creada por los alumnos de 4º EP

El contenedor rojo

 Carmen Conde Santos
-Tres segundos, dos segundos, un segundo, ¡las doce en punto!
Los 15 alumnos de la escuela unitaria de este pueblecito blanco a orillas del mar adoramos la costumbre de nuestra maestra de enviarnos a pasarlo bien en la media horita de recreo con una emocionante cuenta atrás. Acto seguido, nos ponemos los abrigos y buscamos con ansia el bocadillo en la cartera.
-¡Cuántos residuos! ¡A los contenedores! -nos recuerda.- Las buenas personas siempre reciclan.

Esto nos hizo evocar aquella mañana que nos trajo a Makena, la niña de la segunda fila. Íbamos a ir a pasear por la playa para recoger conchas y contemplar las aves que planean en busca de alimentos. Es normal verlas en grandes cantidades porque en este precioso pueblo todos los niños y adultos estamos concienciados de la importancia de la naturaleza. Es célebre por ello. Las calles están limpias, los riachuelos conducen agua chispeante y cristalina y el aire huele tan bien que se pueden distinguir con precisión los aromas del brezo y del jazmín. 

Una vez terminado el almuerzo, arrojados los papeles y restos de comida en los contenedores que están delante del ayuntamiento (papel al azul, vidrio al verde y envases al amarillo), y las manitas limpias, enfilamos el camino, charlando y siguiendo a la maestra que, llevando de su mano al más pequeño, lideraba el alborozado grupo de exploradores.

El sol deslumbraba y calentaba desde lo alto del horizonte y el sonido del mar arrullaba.
De repente, una niña rubia de larga melena se paró en seco provocando el choque de todos los niños que venían detrás. Gritó con asombro y se agachó para recoger algo que asomaba entre la arena. Era un zapato pequeño, viejo, mojado pero no mal cuidado. La extrañeza fue general. Algo más allá alcanzaban a ver una mantita desgastada y un par de calcetines como del tamaño de unos pies de papá.

Este acontecimiento se vislumbraba como lo más extraño que había ocurrido en el pueblo en años. Un pueblo tan limpio, un mar tan transparente, una playa tan bien cuidada por la gran máquina que la peina todas las mañanas, y ahora, así, sin previo aviso, aparecía llena de objetos que la estaban ensuciando. ¿Quién habría osado manchar la naturaleza y la reputación de este precioso lugar?

Pero, como nos había enseñado la seño, cada dificultad nos ofrece la oportunidad de superarnos y de aprender. Y con esta idea y su ayuda, decidimos emprender nuestra carrera de detectives. 

Lo primero que hicimos fue ponernos el zapatito en nuestros pies. Como había niños de diferentes edades y complexiones, fue pasando por todos hasta que llegó a nuestra cenicienta particular. Así dedujimos que se trataba del zapato de una niña, por su diseño, y de unos 9 años, por su tamaño, por no hablar de la sensación que nos producía el ponernos los zapatos de otro y sentirnos como él. 

Ahora era preciso adivinar por qué lo habrían tirado allí intoxicando aquel paraíso.
Caminábamos despacio, observándolo todo. Así descubrimos con asombro unas cuantas tablas apiladas por el agua, destrozadas y lo que parecían cuerdas raídas. Seguro que algún día fueron algo así como una barca. 

La cosa se ponía seria y preocupante. En un momento dado, la seño ordenó pararse en seco.
-¡Quedaos aquí! Guardad silencio un minuto.
Se adelantó unos metros y se adentró en las rocas que todo el mundo conocía como "La hura". Se trata de una zona rocosa con una cueva en el fondo. Los padres alejan ese lugar de la curiosidad de los niños con historias de piratas que vivían allí de incógnito.

Un minuto eterno después la seño apareció con un bebé en brazos y toda una familia que la rodeaba: padre, madre, dos niñas y un anciano, con la cara color café y el pelo oscuro y ensortijado. Estaban delgados y parecían tristes, cansados y muy asustados. Las ropas raídas y el gesto de sus caras alejaron del todo la idea de que fueran bandidos o nada parecido. El mar los había traído hasta allí. No se habían atrevido a salir y llevaban días sin comer. 

La seño y la vida nos dieron la mejor lección. Cuidar la naturaleza tiene unas consecuencias inmediatas, no hay que esperar al futuro. En una playa llena de desperdicios no habría llamado la atención un zapatito de más y esa familia habría muerto. En esta particular cuenta atrás, más que la del recreo, cada segundo era vital. 

Educar para conseguir un mundo mejor es enseñar dónde va la materia orgánica, el vidrio o el papel, pero también es invitar a practicar la empatía, la solidaridad y el amor.
En el cole, la seño nos enseña a depositar estos valores en el contenedor rojo, que es exactamente nuestro corazón.

                                                                
                                                                                                                        

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