Maqueta creada por los alumnos de 4º EP
El contenedor rojo
Carmen Conde Santos
-Tres segundos, dos segundos,
un segundo, ¡las doce en punto!
Los 15 alumnos de la escuela
unitaria de este pueblecito blanco a orillas del mar adoramos la costumbre de
nuestra maestra de enviarnos a pasarlo bien en la media horita de recreo con
una emocionante cuenta atrás. Acto seguido, nos ponemos los abrigos y buscamos
con ansia el bocadillo en la cartera.
-¡Cuántos residuos! ¡A los
contenedores! -nos recuerda.- Las buenas personas siempre reciclan.
Esto nos hizo evocar aquella mañana
que nos trajo a Makena, la niña de la segunda fila. Íbamos a ir a pasear por la
playa para recoger conchas y contemplar las aves que planean en busca de
alimentos. Es normal verlas en grandes cantidades porque en este precioso
pueblo todos los niños y adultos estamos concienciados de la importancia de la
naturaleza. Es célebre por ello. Las calles están limpias, los riachuelos
conducen agua chispeante y cristalina y el aire huele tan bien que se pueden
distinguir con precisión los aromas del brezo y del jazmín.
Una vez terminado el almuerzo, arrojados
los papeles y restos de comida en los contenedores que están delante del
ayuntamiento (papel al azul, vidrio al verde y envases al amarillo), y las
manitas limpias, enfilamos el camino, charlando y siguiendo a la maestra que,
llevando de su mano al más pequeño, lideraba el alborozado grupo de
exploradores.
El sol deslumbraba y calentaba
desde lo alto del horizonte y el sonido del mar arrullaba.
De repente, una niña rubia de
larga melena se paró en seco provocando el choque de todos los niños que venían
detrás. Gritó con asombro y se agachó para recoger algo que asomaba entre la
arena. Era un zapato pequeño, viejo, mojado pero no mal cuidado. La extrañeza
fue general. Algo más allá alcanzaban a ver una mantita desgastada y un par de
calcetines como del tamaño de unos pies de papá.
Este acontecimiento se
vislumbraba como lo más extraño que había ocurrido en el pueblo en años. Un
pueblo tan limpio, un mar tan transparente, una playa tan bien cuidada por la
gran máquina que la peina todas las mañanas, y ahora, así, sin previo aviso,
aparecía llena de objetos que la estaban ensuciando. ¿Quién habría osado
manchar la naturaleza y la reputación de este precioso lugar?
Pero, como nos había enseñado
la seño, cada dificultad nos ofrece la oportunidad de superarnos y de aprender.
Y con esta idea y su ayuda, decidimos emprender nuestra carrera de detectives.
Lo primero que hicimos fue
ponernos el zapatito en nuestros pies. Como había niños de diferentes edades y
complexiones, fue pasando por todos hasta que llegó a nuestra cenicienta
particular. Así dedujimos que se trataba del zapato de una niña, por su diseño,
y de unos 9 años, por su tamaño, por no hablar de la sensación que nos producía
el ponernos los zapatos de otro y sentirnos como él.
Ahora era preciso adivinar por
qué lo habrían tirado allí intoxicando aquel paraíso.
Caminábamos despacio,
observándolo todo. Así descubrimos con asombro unas cuantas tablas apiladas por
el agua, destrozadas y lo que parecían cuerdas raídas. Seguro que algún día fueron
algo así como una barca.
La cosa se ponía seria y
preocupante. En un momento dado, la seño ordenó pararse en seco.
-¡Quedaos aquí! Guardad silencio
un minuto.
Se adelantó unos metros y se
adentró en las rocas que todo el mundo conocía como "La hura". Se trata
de una zona rocosa con una cueva en el fondo. Los padres alejan ese lugar de la
curiosidad de los niños con historias de piratas que vivían allí de incógnito.
Un minuto eterno después la
seño apareció con un bebé en brazos y toda una familia que la rodeaba: padre,
madre, dos niñas y un anciano, con la cara color café y el pelo oscuro y
ensortijado. Estaban delgados y parecían tristes, cansados y muy asustados. Las
ropas raídas y el gesto de sus caras alejaron del todo la idea de que fueran bandidos
o nada parecido. El mar los había traído hasta allí. No se habían atrevido a
salir y llevaban días sin comer.
La seño y la vida nos dieron la
mejor lección. Cuidar la naturaleza tiene unas consecuencias inmediatas, no hay
que esperar al futuro. En una playa llena de desperdicios no habría llamado la
atención un zapatito de más y esa familia habría muerto. En esta particular cuenta
atrás, más que la del recreo, cada segundo era vital.
Educar para conseguir un mundo
mejor es enseñar dónde va la materia orgánica, el vidrio o el papel, pero
también es invitar a practicar la empatía, la solidaridad y el amor.
En el cole, la seño nos enseña
a depositar estos valores en el contenedor rojo, que es exactamente nuestro
corazón.
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